Sunday, April 11, 2004
¿Cuánto tiempo de no agregar mis miedos en éstas páginas? Mucho. Y vaya que el tiempo transcurrido bien podría medirse en temores. Si los temores pudieran contarse en unidades, no me alcanzarían globos aerostáticos para llenarlos en vez de helio. El mes de marzo de 2004 ha pasado ya a mi historia. Nunca lo voy a olvidar. Ha representado el gran cambio. No me fue suficiente el accidente que sufrí en el mes de julio del año pasado. Había sido una llamada de atención, un jalón de orejas del de allá arriba. Creo que no lo vi ni entendí así, y en consecuencia, hizo falta un nuevo jalón de orejas, un nuevo estése-quieto. Pero éste tope en mi vida significó quizá el significado de estar al borde de la muerte, no saber si vivía o si moría. Fueron dos semanas de incertidumbre, de miedo, de pavor, de terror, de horror. Ahora sé lo que es enfrentarse a sus propios demonios, los míos, podrían haber estado navegando en mi sangre.
Todo comenzó a mediados de febrero. Incluso, nada de esto había contado pues desde entonces ya no le había metido mano a mis memorias. Ahora veo bien el motivo, desde entonces comenzó aquella preocupación, una preocupación que en su momento vi como algo si bien inusual, no de qué preocuparse. Ahora comprendo a mi abuela. Estoy seguro ella así se dio cuenta de su cáncer, pero no le prestó importancia sino hasta que vio que aquella anomalía persistía. Y así me pasó. Cada mañana me observo al espejo, reviso perfectamente mi rostro, mi boca, mis encías, lengua y garganta. Y ahí, en la lengua, todo comenzó. Una pequeña manchita blanca. Muy muy pequeña, en la orilla. Me iba al gym, y al regresar, cuando desayunaba, la manchita desaparecía. Al día siguiente, lo mismo, ésta ocasión la manchita o manchitas en otro lugar, nunca era el mismo. Como veía que desaparecían al tomar agua o desayunar, no tenía de qué preocuparme. Así transcurrieron más de dos semanas. Semanas en que creo volví a salir con Omar a cenar, sin que como ya lo dije anteriormente, él me perdonara la grosería que le hice aquél trágico domingo en enero.
Pero bueno. ¿Cuándo comencé a preocuparme? Cuando se me inflamó el ganglio derecho del cuello. No era tampoco nada exagerado, sin embargo me molestaba. Para mi fue de inmediato signo inequívoco de alguna infección en la garganta. Días después la infección se manifestó: bolitas en la lengua, de esas clásicas que dicen los niños: “se me antojó el mango enchilado y por no comerlo, me salió una bolita en la lengua”. Las bolitas duraron días, así que fui al doctor. Conclusión: herpes. Leve, pero herpes al fin. Dice el doctor que hay mil variables de herpes, y esas clásicas bolitas, son herpes después de todo. Pero no fue el herpes lo que me preocupó, sino que las manchitas de la lengua se hicieron más grandes, y esta ocasión aunque se me quitaba lo blanco de ellas, me quedaban zonas rojas, como papilas inflamadas. Fui de nuevo al doctor, me diagnosticó una cosa llamada glositis. Las papilas se inflaman. Me interrogó sobre mis hábitos, y por tratarse del médico de la familia, omití mis deslices sexuales. Concluyó que era falta de vitaminas complejo B, mucho stress, angustia, ansiedades y… baja de defensas.
Esa sola frasecita me preocupó. Al llegar a casa navegué por Internet, con espantosos y macabros resultados. Páginas y páginas se desplegaban en mi monitor, en todas ellas decía que las anomalías en la lengua provocadas por baja de defensas, era síntoma temprano de evolución de SIDA.
La cabeza me dio mil vueltas. El terror comenzó. Noches sin dormir. Cada hora que transcurría en mis madrugadas, era despertarme, visualizarme muerto, visualizarme bajo tratamiento para infectados por VIH, visualizando el panorama dentro de mi familia. Toda mi vida pasó frente a mi, en especial, aquellos desfogues y escapadas sexuales, aquellos pequeños ratitos de calentura apagada, con probables mortíferas consecuencias. Fue a partir de la segunda semana de marzo cuando el horror llegó a mi vida. Las medicinas enviadas por el doctor de nada me ayudaban. Hasta ahora me doy cuenta que en ese momento no tenían efecto alguno precisamente porque el terror mata más defensas. Cada vez me asombra más el cuerpo humano. Un efecto psicológico reflejado en pavor, en terror, en horror, mata nuestras defensas. El miedo era constante. Dejé de ir al gimnasio, con la esperanza que el poquito descanso matutino me ayudara. Pero nada. En el trabajo, bajó mi rendimiento. A la fecha aún tengo asuntos rezagados. Todos me veían y notaban mi preocupación y angustia. Algunos me decían que cualquiera que fuera mi tristeza, que la hiciera de lado y que viviera la vida, pues vida solo hay una. Y en efecto, ¿cómo decirles que esa angustia era precisamente porque esa única vida estaba a punto de terminar? De igual manera, estaba mi taller de guiones. Falté, y eso que soy el Presidente. En clases, también dejé de participar, dejé de escribir. El terror iba conmigo. Como nunca me volví religioso. Rezaba con lágrimas en los ojos por un milagro. Al terminar tenía que cuidar que no se notara rastro de lágrima alguna en mis ojos, no quería asustar a mi mamá, ni a mi papá ni a mi hermana. Tenía que sostenerme fuerte, de pie, fingiendo ser feliz.
El espejo de mi baño, el espejo del comedor, y el espejo del baño de la planta baja, fueron mis principales aliados. Me hice su visitante frecuente. Todo revisando mi lengua, y las manchas, ahí seguían. Un sábado una de esas manchas se voló la barda, creció como las habichuelas mágicas del cuento de Juanito. Fue cuando supe que iba a morir. Ese mismo sábado, mis papás se habían ido a la casa de descanso en Río Frío (lugar desde el cual escribo ésto en éste momento), y una de mis tías celebraba su cumpleaños con bombo y platillo en casa de otra tía. Me habían invitado desde una semana antes. Tomé la decisión de ir, así, enfermo y con el terror pisándome la sombra. Pero la decisión iba más allá de simplemente ir a visitarlas. Decidí decirles, contarles mi vida secreta. Mi secreto de ser diferente, la parte más íntima de mi ser en que debían saber que las mujeres desnudas y yo, no nos llevamos. Y así lo hice. Fue uno de los momentos más duros y difíciles de toda mi vida. Por eso llamo a ésta marzo, un parteaguas.
Dos días antes había tomado la misma decisión, pero contándole todo a mi amigo Julio. Mi mejor amigo. Mi muy muy mejor amigo. Aquél a quien quería yo contárselo todo desde 1993 (¡11 años!) pero sin embargo, el miedo a su rechazo me lo impidió. Con la cobardía que me caracteriza, no tuve el valor para decírselo de viva voz, así que le escribí una larga carta, contándoselo TODO. Y se la envié patética vía e-mail. Todo era cuestión de esperar su respuesta, si es que había tal y no cortaba con 12 años de amistad solo por que a mi persona le gustaba más un hombre que una mujer en la cama. Dos días después, y con el terror elevado a la “n” potencia. Obtuve respuesta. Oh Julio. Ahora te quiero más. Nuestra amistad se ha elevado en la misma proporción que ese terror a la “n” potencia. Me dijo que me quiere aún más, y que no tengo de qué preocuparme, pero lo que si no tolera es mi impresión y mi idea de sufrimiento al respecto. Dijo algo así como: “…estoy convencido que necesitamos de otra persona para alcanzar el amor en plenitud…”, en pocas palabras, me dijo que mis angustias y sufrimientos se deben en parte a que no tengo a quien amar. Gracias Julio.
Y algo similar pasó con mis tías. Ahí en la cocina de una de ellas. No aguanté más y rompí en llanto, no me importó que una puerta separara la cocina del comedor donde mis tíos, primos con sus novias y esposas jugaran cartas, bebieran tequila y vodka, mientras que otros cantaban Karaoke. Ahí, en esa cocina, les conté todo. Me abrazaron, me dijeron que me quieren aún más, precisamente por ser diferente. Y además me dijeron algo similar a lo que Julio ya me había dicho: que necesito a alguien.
La vida es sarcástica y cruelmente irónica. Precisamente gran parte de mis angustias se deben a la búsqueda de amor, de esa persona especial que quisiera exista en mi corazón. Y esas angustias me llevaron hasta esos momentos de pánico.
Era tal el agotamiento, que esa noche dormí en casa de mi tía. Justo esa noche, el cuadro de mi boca se complicó: gingivitis. Mi almohada amaneció en charquitos de sangre. Mi terror aumentó al verme en el espejo: además de las grandes zonas inflamadas de mi lengua, ahora veía sangre que brotaba de mis encías. Días después mi doctor me diría que todo era consecuencia de todo, que no me preocupara.
Mientras tanto, los días transcurrieron. Todo lo concluía a que era VIH. Que mis pequeñas aventuras me habían llevado a ello. Incluso contemplé la posibilidad de combatir contra la industria farmacéutica bajo el argumento de “¡Mienten! El condón no sirve”, ya que siempre he tenido sexo bastante bien protegido, pero no, algo había fallado, y cómo no habría de ser si al investigar, supe que un virus de VIH mide no se cuantas nano-madres, no sé a cuanto equivaldrá eso, solamente sé que es encabronadamente micro.
Sin embargo, algo dentro de mi se resistía, me decía que eso no podía ser VIH, si así fuera, y por estar bajas mis defensas, me habría yo contagiado de gripe, y vaya que estuve expuesto a ella: mi hermana en casa y compañeros de trabajo, y yo, sano, bueno, dentro de lo que cabe. De igual forma, continué admirando lo mágico del cuerpo humano: de tanto miedo, me dio diarrea, eso solo incrementó mis miedos, los disparó a mil, ya que sabía que otro síntoma de VIH eran las diarreas.
Llegaban las noches. Rezaba y rezaba. No dormía. En ese mes de marzo, bajé de peso como nunca en mi vida. Mi doctor decía que era el miedo. Mi parte sádica me decía que era VIH y que mis días estaban contados.
Una de esas noches, y revisando mi correo electrónico, me llegó uno de esos comunitarios, “junk” quizá. No sé si bendecirlo o maldecirlo, pues fue la gota que derramó el terror: era una carta donde un chico gay contaba a toda la gente sobre la muerte inesperada de su mejor amigo, un chico de 25 años, completamente sano, que no sabía que estaba infectado por VIH, y a raíz de habérsele manifestado, bastaron solo 3 semanas para que pasara a mejor vida. En el mail, instaba a los lectores a hacerse el examen de “Elisa” regularmente. Fueron las lágrimas, y la compasión por ese desconocido, y a la vez, esa compasión hacia mi propia persona, las que hicieron que tomara la decisión de ir a hacerme análisis de sangre de inmediato.
Antes de ello, consulté con Juan Carlos, mi primo, ya médico (mi tía, a quien le confesé mi “gay-dad”, me cuenta que a él de niño le gustaba jugar con muñecas, pero era porque jugaba a ser el médico que las curaba, digamos que ya traía lo Hipócrates desde los genes). Me dijo que me hiciera una biometría hemática y además me sugirió la prueba de “Elisa”. Y así lo hice.
Jueves 25 de marzo. Tuve los ojos abiertos desde las 3 de la mañana. No pude ya dormir. Tenía que acudir a los laboratorios en ayunas. A pesar de que tuve todo el tiempo del mundo, mi inconsciente me impedía llegar temprano. Dejé el automóvil en la oficina y de ahí caminé 3 cuadras hacia el “Laboratorio Médico Polanco”. Conforme avanzaba y cruzaba las calles, el logo del lugar se hacía más grande. Lo veía como una cita con mi destino. Al llegar me dieron una ficha de espera. Había mucha gente. TODOS acompañados. La esposa al esposo, el novio a la novia, los papás a su niño, el nieto a la abuela. No había uno SOLO… más que yo. Intentaba distraerme, pero no podía. Cada persona tiene su pequeña cita con el destino en ese lugar. Muchos lloran. Yo también quería hacerlo, pero a diferencia de ellos, en mi no había un consuelo. Finalmente vocearon mi nombre. Pasé a una pequeña sala. Arremangué mi brazo izquierdo. No soporté. Comencé a llorar. La enfermera lo notó y me pidió respirar varias veces. Obtuvo sin mayor dificultad los tubos con muestras de mi sangre. Al terminar, me mareé. No sé si fue la impresión de ver en esos cilindros de cristal, la miel púrpura de mi cuerpo. Saber que ahí estaba ese demonio descubierto en la década de los 80, carcomiéndome poco a poco. O no sé si fue el saber que estaba yo ahí, en ese momento fundamental en mi vida, sin nadie para abrazarme, para decirme que todo saldría bien. La enfermera me dio un algodón con alcohol y vio las etiquetas en los tubos de ensaye. Vio que uno de ellos era para la prueba de “Elisa” y sonrió. Me dijo que la mayoría de sus pacientes tenían VIH y que no debía yo preocuparme por la decisión del destino, fuera la que fuera. Creo que así son todos los médicos y enfermeras, gente sin sentimientos. ¿Será que saben que no deben involucrarse emocionalmente con sus pacientes? Es como nosotros los abogados, si nos compadecemos por nuestros clientes, jamás ganaríamos dinero.
Creo que no tengo que contar cómo me fue entre ese momento, y las 4 de la tarde del día siguiente en que me entregaron los resultados. El terror llegó a la luna. Mi primo Juan Carlos me llamó incluso dos ocasiones a mi teléfono, para tranquilizarme. En esas dos llamadas, me quebré. Lloré. Él me decía que estaba yo exagerando las cosas. Lo que a la fecha no sabe, es que mis temores se debían al hecho de mis acostones, con condón eso sí, pero acostones a fin de cuentas. Algo que le agradeceré infinitamente: se ofreció a leer mis resultados.
Viernes 25 de marzo. El día más largo de mi vida. Afortunadamente las visitas a Juzgados y una notificación a CNI hizo pasar el rato más rápido. 4 PM. Recogí los resultados, al entregarme el papel en sobre cerrado, sentí que en mis manos sostenía una pre-acta de defunción. El papelito que haría la diferencia entre buscar la felicidad, o vivir con mi infelicidad. Lo guardé en mi chamarra de piel (la compré en Las Vegas después de haber ganado en Blac Jack) y me dirigí a mi coche. Siguiente parada: Facultad de Medicina de la Universidad LaSalle, punto de reunión con Juan Carlos. 5.30 PM. Me estacioné y esperé varios minutos a que él llegara. En mi asiento contiguo estaba el sobrecito de vida o muerte. De repente revisaba mi lengua en el espejo retrovisor. Seguía en las mismas. Finalmente, por la acera venía caminando mi primo, alto y vistiendo bata de doctor. No necesitó decirme nada para darme cuenta que él mismo estaba nervioso. Sus manos temblaban aunque él intentaba disimularlo. Le di el sobre. Me senté en mi asiento a piedra y ladrillo. Me encogí mientras él lo leía. De reojo veía sus manos. Juan Carlos seguía temblando. Después de unos segundos que me parecieron una eternidad, me aventó el papelito y triunfalista me dijo “Estás bien, no tienes nada. Negativo”. Aferré mis manos al volante. Las apreté y comencé a llorar de nuevo. Juan Carlos me abrazó pidiendo me tranquilizara. Definitivamente mi vida ya no sería la misma. Cambiaría, y en ello estoy ahora haciendo un esfuerzo. La vida me sonrió. Dios me ha dado una nueva oportunidad. Qué moditos tiene el destino para encarrilarnos en la vía de vida que nos corresponde.
Agradecí a mi primo. Se apeó del auto (jejeje) y me dirigí a casa. Mientras manejaba amé el tráfico de viernes a las 7 PM, amé los rostros de los demás automovilistas. Amé mi auto, me amé como nunca en la vida. Llegué a casa. Amé a mis padres. Amé a Parker, mi perro, aunque ya no estaba en la casa. TODO lo amo.
Han pasado ya 2 semanas desde entonces. La glositis de mi lengua ha desaparecido poco a poco. Mi doctor siempre tuvo razón. La causa de mi achaque es por stress, por falta de vitaminas, por angustias y ansiedades. Me advirtió que sanaría lentamente, y así ha sido. Ahora estoy aquí, en la casa de descanso de mi papá en Río Frío. Es semana santa y llevo algunos días ya echado al sol en el pasto, acostado en la hamaca, o en la sala leyendo o viendo TV. En las noches he salido y a los pies del volcán, observo al cielo. Las estrellas, sin smog, brillan por miles. Y me he tumbado al pasto viéndolas, contándolas ingenuamente. Y observo a mi lado, y esa persona a quien yo debería amar, simplemente no está. No está ahí, ni estuvo en el laboratorio clínico. Tampoco ha estado cuando choqué ni en ninguno de mis cumpleaños. Ahora mi misión es buscarla. La diferencia entre el papelito del laboratorio era solo una: o morir o vivir. Estuve en la línea. Me he dado cuenta de lo valiosa que es como para no amar.
Sé que pasaran más días antes de reponerme por completo. Pero estoy dispuesto a vivir mi vida plenamente. Tuvo que pasar algo así para decidirme a contar mi vida secreta a 3 seres queridos. ¿Porqué solo así? Ahora que estoy vivo no esperaré a estar en la línea mortal nuevamente para decirle a la gente que la amo. Para agradecer hasta un dolor de cabeza. Ahora bendigo a mi lengua. Gracias a ella estoy dispuesto a cambiar.
Esa persona, quien ignoro quien sea, está allá afuera. Solo es cuestión de que decida a acercarse a mi vida. Yo ya lo he decidido.
Todo comenzó a mediados de febrero. Incluso, nada de esto había contado pues desde entonces ya no le había metido mano a mis memorias. Ahora veo bien el motivo, desde entonces comenzó aquella preocupación, una preocupación que en su momento vi como algo si bien inusual, no de qué preocuparse. Ahora comprendo a mi abuela. Estoy seguro ella así se dio cuenta de su cáncer, pero no le prestó importancia sino hasta que vio que aquella anomalía persistía. Y así me pasó. Cada mañana me observo al espejo, reviso perfectamente mi rostro, mi boca, mis encías, lengua y garganta. Y ahí, en la lengua, todo comenzó. Una pequeña manchita blanca. Muy muy pequeña, en la orilla. Me iba al gym, y al regresar, cuando desayunaba, la manchita desaparecía. Al día siguiente, lo mismo, ésta ocasión la manchita o manchitas en otro lugar, nunca era el mismo. Como veía que desaparecían al tomar agua o desayunar, no tenía de qué preocuparme. Así transcurrieron más de dos semanas. Semanas en que creo volví a salir con Omar a cenar, sin que como ya lo dije anteriormente, él me perdonara la grosería que le hice aquél trágico domingo en enero.
Pero bueno. ¿Cuándo comencé a preocuparme? Cuando se me inflamó el ganglio derecho del cuello. No era tampoco nada exagerado, sin embargo me molestaba. Para mi fue de inmediato signo inequívoco de alguna infección en la garganta. Días después la infección se manifestó: bolitas en la lengua, de esas clásicas que dicen los niños: “se me antojó el mango enchilado y por no comerlo, me salió una bolita en la lengua”. Las bolitas duraron días, así que fui al doctor. Conclusión: herpes. Leve, pero herpes al fin. Dice el doctor que hay mil variables de herpes, y esas clásicas bolitas, son herpes después de todo. Pero no fue el herpes lo que me preocupó, sino que las manchitas de la lengua se hicieron más grandes, y esta ocasión aunque se me quitaba lo blanco de ellas, me quedaban zonas rojas, como papilas inflamadas. Fui de nuevo al doctor, me diagnosticó una cosa llamada glositis. Las papilas se inflaman. Me interrogó sobre mis hábitos, y por tratarse del médico de la familia, omití mis deslices sexuales. Concluyó que era falta de vitaminas complejo B, mucho stress, angustia, ansiedades y… baja de defensas.
Esa sola frasecita me preocupó. Al llegar a casa navegué por Internet, con espantosos y macabros resultados. Páginas y páginas se desplegaban en mi monitor, en todas ellas decía que las anomalías en la lengua provocadas por baja de defensas, era síntoma temprano de evolución de SIDA.
La cabeza me dio mil vueltas. El terror comenzó. Noches sin dormir. Cada hora que transcurría en mis madrugadas, era despertarme, visualizarme muerto, visualizarme bajo tratamiento para infectados por VIH, visualizando el panorama dentro de mi familia. Toda mi vida pasó frente a mi, en especial, aquellos desfogues y escapadas sexuales, aquellos pequeños ratitos de calentura apagada, con probables mortíferas consecuencias. Fue a partir de la segunda semana de marzo cuando el horror llegó a mi vida. Las medicinas enviadas por el doctor de nada me ayudaban. Hasta ahora me doy cuenta que en ese momento no tenían efecto alguno precisamente porque el terror mata más defensas. Cada vez me asombra más el cuerpo humano. Un efecto psicológico reflejado en pavor, en terror, en horror, mata nuestras defensas. El miedo era constante. Dejé de ir al gimnasio, con la esperanza que el poquito descanso matutino me ayudara. Pero nada. En el trabajo, bajó mi rendimiento. A la fecha aún tengo asuntos rezagados. Todos me veían y notaban mi preocupación y angustia. Algunos me decían que cualquiera que fuera mi tristeza, que la hiciera de lado y que viviera la vida, pues vida solo hay una. Y en efecto, ¿cómo decirles que esa angustia era precisamente porque esa única vida estaba a punto de terminar? De igual manera, estaba mi taller de guiones. Falté, y eso que soy el Presidente. En clases, también dejé de participar, dejé de escribir. El terror iba conmigo. Como nunca me volví religioso. Rezaba con lágrimas en los ojos por un milagro. Al terminar tenía que cuidar que no se notara rastro de lágrima alguna en mis ojos, no quería asustar a mi mamá, ni a mi papá ni a mi hermana. Tenía que sostenerme fuerte, de pie, fingiendo ser feliz.
El espejo de mi baño, el espejo del comedor, y el espejo del baño de la planta baja, fueron mis principales aliados. Me hice su visitante frecuente. Todo revisando mi lengua, y las manchas, ahí seguían. Un sábado una de esas manchas se voló la barda, creció como las habichuelas mágicas del cuento de Juanito. Fue cuando supe que iba a morir. Ese mismo sábado, mis papás se habían ido a la casa de descanso en Río Frío (lugar desde el cual escribo ésto en éste momento), y una de mis tías celebraba su cumpleaños con bombo y platillo en casa de otra tía. Me habían invitado desde una semana antes. Tomé la decisión de ir, así, enfermo y con el terror pisándome la sombra. Pero la decisión iba más allá de simplemente ir a visitarlas. Decidí decirles, contarles mi vida secreta. Mi secreto de ser diferente, la parte más íntima de mi ser en que debían saber que las mujeres desnudas y yo, no nos llevamos. Y así lo hice. Fue uno de los momentos más duros y difíciles de toda mi vida. Por eso llamo a ésta marzo, un parteaguas.
Dos días antes había tomado la misma decisión, pero contándole todo a mi amigo Julio. Mi mejor amigo. Mi muy muy mejor amigo. Aquél a quien quería yo contárselo todo desde 1993 (¡11 años!) pero sin embargo, el miedo a su rechazo me lo impidió. Con la cobardía que me caracteriza, no tuve el valor para decírselo de viva voz, así que le escribí una larga carta, contándoselo TODO. Y se la envié patética vía e-mail. Todo era cuestión de esperar su respuesta, si es que había tal y no cortaba con 12 años de amistad solo por que a mi persona le gustaba más un hombre que una mujer en la cama. Dos días después, y con el terror elevado a la “n” potencia. Obtuve respuesta. Oh Julio. Ahora te quiero más. Nuestra amistad se ha elevado en la misma proporción que ese terror a la “n” potencia. Me dijo que me quiere aún más, y que no tengo de qué preocuparme, pero lo que si no tolera es mi impresión y mi idea de sufrimiento al respecto. Dijo algo así como: “…estoy convencido que necesitamos de otra persona para alcanzar el amor en plenitud…”, en pocas palabras, me dijo que mis angustias y sufrimientos se deben en parte a que no tengo a quien amar. Gracias Julio.
Y algo similar pasó con mis tías. Ahí en la cocina de una de ellas. No aguanté más y rompí en llanto, no me importó que una puerta separara la cocina del comedor donde mis tíos, primos con sus novias y esposas jugaran cartas, bebieran tequila y vodka, mientras que otros cantaban Karaoke. Ahí, en esa cocina, les conté todo. Me abrazaron, me dijeron que me quieren aún más, precisamente por ser diferente. Y además me dijeron algo similar a lo que Julio ya me había dicho: que necesito a alguien.
La vida es sarcástica y cruelmente irónica. Precisamente gran parte de mis angustias se deben a la búsqueda de amor, de esa persona especial que quisiera exista en mi corazón. Y esas angustias me llevaron hasta esos momentos de pánico.
Era tal el agotamiento, que esa noche dormí en casa de mi tía. Justo esa noche, el cuadro de mi boca se complicó: gingivitis. Mi almohada amaneció en charquitos de sangre. Mi terror aumentó al verme en el espejo: además de las grandes zonas inflamadas de mi lengua, ahora veía sangre que brotaba de mis encías. Días después mi doctor me diría que todo era consecuencia de todo, que no me preocupara.
Mientras tanto, los días transcurrieron. Todo lo concluía a que era VIH. Que mis pequeñas aventuras me habían llevado a ello. Incluso contemplé la posibilidad de combatir contra la industria farmacéutica bajo el argumento de “¡Mienten! El condón no sirve”, ya que siempre he tenido sexo bastante bien protegido, pero no, algo había fallado, y cómo no habría de ser si al investigar, supe que un virus de VIH mide no se cuantas nano-madres, no sé a cuanto equivaldrá eso, solamente sé que es encabronadamente micro.
Sin embargo, algo dentro de mi se resistía, me decía que eso no podía ser VIH, si así fuera, y por estar bajas mis defensas, me habría yo contagiado de gripe, y vaya que estuve expuesto a ella: mi hermana en casa y compañeros de trabajo, y yo, sano, bueno, dentro de lo que cabe. De igual forma, continué admirando lo mágico del cuerpo humano: de tanto miedo, me dio diarrea, eso solo incrementó mis miedos, los disparó a mil, ya que sabía que otro síntoma de VIH eran las diarreas.
Llegaban las noches. Rezaba y rezaba. No dormía. En ese mes de marzo, bajé de peso como nunca en mi vida. Mi doctor decía que era el miedo. Mi parte sádica me decía que era VIH y que mis días estaban contados.
Una de esas noches, y revisando mi correo electrónico, me llegó uno de esos comunitarios, “junk” quizá. No sé si bendecirlo o maldecirlo, pues fue la gota que derramó el terror: era una carta donde un chico gay contaba a toda la gente sobre la muerte inesperada de su mejor amigo, un chico de 25 años, completamente sano, que no sabía que estaba infectado por VIH, y a raíz de habérsele manifestado, bastaron solo 3 semanas para que pasara a mejor vida. En el mail, instaba a los lectores a hacerse el examen de “Elisa” regularmente. Fueron las lágrimas, y la compasión por ese desconocido, y a la vez, esa compasión hacia mi propia persona, las que hicieron que tomara la decisión de ir a hacerme análisis de sangre de inmediato.
Antes de ello, consulté con Juan Carlos, mi primo, ya médico (mi tía, a quien le confesé mi “gay-dad”, me cuenta que a él de niño le gustaba jugar con muñecas, pero era porque jugaba a ser el médico que las curaba, digamos que ya traía lo Hipócrates desde los genes). Me dijo que me hiciera una biometría hemática y además me sugirió la prueba de “Elisa”. Y así lo hice.
Jueves 25 de marzo. Tuve los ojos abiertos desde las 3 de la mañana. No pude ya dormir. Tenía que acudir a los laboratorios en ayunas. A pesar de que tuve todo el tiempo del mundo, mi inconsciente me impedía llegar temprano. Dejé el automóvil en la oficina y de ahí caminé 3 cuadras hacia el “Laboratorio Médico Polanco”. Conforme avanzaba y cruzaba las calles, el logo del lugar se hacía más grande. Lo veía como una cita con mi destino. Al llegar me dieron una ficha de espera. Había mucha gente. TODOS acompañados. La esposa al esposo, el novio a la novia, los papás a su niño, el nieto a la abuela. No había uno SOLO… más que yo. Intentaba distraerme, pero no podía. Cada persona tiene su pequeña cita con el destino en ese lugar. Muchos lloran. Yo también quería hacerlo, pero a diferencia de ellos, en mi no había un consuelo. Finalmente vocearon mi nombre. Pasé a una pequeña sala. Arremangué mi brazo izquierdo. No soporté. Comencé a llorar. La enfermera lo notó y me pidió respirar varias veces. Obtuvo sin mayor dificultad los tubos con muestras de mi sangre. Al terminar, me mareé. No sé si fue la impresión de ver en esos cilindros de cristal, la miel púrpura de mi cuerpo. Saber que ahí estaba ese demonio descubierto en la década de los 80, carcomiéndome poco a poco. O no sé si fue el saber que estaba yo ahí, en ese momento fundamental en mi vida, sin nadie para abrazarme, para decirme que todo saldría bien. La enfermera me dio un algodón con alcohol y vio las etiquetas en los tubos de ensaye. Vio que uno de ellos era para la prueba de “Elisa” y sonrió. Me dijo que la mayoría de sus pacientes tenían VIH y que no debía yo preocuparme por la decisión del destino, fuera la que fuera. Creo que así son todos los médicos y enfermeras, gente sin sentimientos. ¿Será que saben que no deben involucrarse emocionalmente con sus pacientes? Es como nosotros los abogados, si nos compadecemos por nuestros clientes, jamás ganaríamos dinero.
Creo que no tengo que contar cómo me fue entre ese momento, y las 4 de la tarde del día siguiente en que me entregaron los resultados. El terror llegó a la luna. Mi primo Juan Carlos me llamó incluso dos ocasiones a mi teléfono, para tranquilizarme. En esas dos llamadas, me quebré. Lloré. Él me decía que estaba yo exagerando las cosas. Lo que a la fecha no sabe, es que mis temores se debían al hecho de mis acostones, con condón eso sí, pero acostones a fin de cuentas. Algo que le agradeceré infinitamente: se ofreció a leer mis resultados.
Viernes 25 de marzo. El día más largo de mi vida. Afortunadamente las visitas a Juzgados y una notificación a CNI hizo pasar el rato más rápido. 4 PM. Recogí los resultados, al entregarme el papel en sobre cerrado, sentí que en mis manos sostenía una pre-acta de defunción. El papelito que haría la diferencia entre buscar la felicidad, o vivir con mi infelicidad. Lo guardé en mi chamarra de piel (la compré en Las Vegas después de haber ganado en Blac Jack) y me dirigí a mi coche. Siguiente parada: Facultad de Medicina de la Universidad LaSalle, punto de reunión con Juan Carlos. 5.30 PM. Me estacioné y esperé varios minutos a que él llegara. En mi asiento contiguo estaba el sobrecito de vida o muerte. De repente revisaba mi lengua en el espejo retrovisor. Seguía en las mismas. Finalmente, por la acera venía caminando mi primo, alto y vistiendo bata de doctor. No necesitó decirme nada para darme cuenta que él mismo estaba nervioso. Sus manos temblaban aunque él intentaba disimularlo. Le di el sobre. Me senté en mi asiento a piedra y ladrillo. Me encogí mientras él lo leía. De reojo veía sus manos. Juan Carlos seguía temblando. Después de unos segundos que me parecieron una eternidad, me aventó el papelito y triunfalista me dijo “Estás bien, no tienes nada. Negativo”. Aferré mis manos al volante. Las apreté y comencé a llorar de nuevo. Juan Carlos me abrazó pidiendo me tranquilizara. Definitivamente mi vida ya no sería la misma. Cambiaría, y en ello estoy ahora haciendo un esfuerzo. La vida me sonrió. Dios me ha dado una nueva oportunidad. Qué moditos tiene el destino para encarrilarnos en la vía de vida que nos corresponde.
Agradecí a mi primo. Se apeó del auto (jejeje) y me dirigí a casa. Mientras manejaba amé el tráfico de viernes a las 7 PM, amé los rostros de los demás automovilistas. Amé mi auto, me amé como nunca en la vida. Llegué a casa. Amé a mis padres. Amé a Parker, mi perro, aunque ya no estaba en la casa. TODO lo amo.
Han pasado ya 2 semanas desde entonces. La glositis de mi lengua ha desaparecido poco a poco. Mi doctor siempre tuvo razón. La causa de mi achaque es por stress, por falta de vitaminas, por angustias y ansiedades. Me advirtió que sanaría lentamente, y así ha sido. Ahora estoy aquí, en la casa de descanso de mi papá en Río Frío. Es semana santa y llevo algunos días ya echado al sol en el pasto, acostado en la hamaca, o en la sala leyendo o viendo TV. En las noches he salido y a los pies del volcán, observo al cielo. Las estrellas, sin smog, brillan por miles. Y me he tumbado al pasto viéndolas, contándolas ingenuamente. Y observo a mi lado, y esa persona a quien yo debería amar, simplemente no está. No está ahí, ni estuvo en el laboratorio clínico. Tampoco ha estado cuando choqué ni en ninguno de mis cumpleaños. Ahora mi misión es buscarla. La diferencia entre el papelito del laboratorio era solo una: o morir o vivir. Estuve en la línea. Me he dado cuenta de lo valiosa que es como para no amar.
Sé que pasaran más días antes de reponerme por completo. Pero estoy dispuesto a vivir mi vida plenamente. Tuvo que pasar algo así para decidirme a contar mi vida secreta a 3 seres queridos. ¿Porqué solo así? Ahora que estoy vivo no esperaré a estar en la línea mortal nuevamente para decirle a la gente que la amo. Para agradecer hasta un dolor de cabeza. Ahora bendigo a mi lengua. Gracias a ella estoy dispuesto a cambiar.
Esa persona, quien ignoro quien sea, está allá afuera. Solo es cuestión de que decida a acercarse a mi vida. Yo ya lo he decidido.